Érase una vez un poblado situado en las montañas que tenía la particularidad de no conocer el mundo de los espejos. Por alguna razón desconocida, ningún habitante de aquella comunidad se había visto reflejado en uno de ellos, debido quizás a las lejanas distancias que los separaban del resto del mundo civilizado. Un día Ismael, que tenía fama de curioso, decidió adquirir esa misteriosa cosa llamada “espejo” que, según decían sus antepasados, tenía la capacidad de reflejar a la persona que lo miraba. Así pues, Ismael encargó uno de estos objetos a un comerciante que cada siete años solía viajar por los valles. Pasado el tiempo, el comerciante le hizo llegar su encargo bien envuelto y protegido. Ismael entonces, presa de la emoción, corrió al sótano de su casa y lo desenvolvió con cuidado. Finalmente, cuando lo hubo abierto y examinado, ¡Oh, sorpresa!, ante su asombro, en aquel extraño objeto apareció la imagen de su padre. Ismael, atónito, lo volvió rápidamente a envolver y se retiró visiblemente pensativo. Aquella noche, mientras dormía junto a su esposa, se despertó inquieto y decidió volverse a mirar en el espejo recién traído. Descendió silencioso al sótano y tras desenvolver aquella extraña cosa, volvió a contemplar de nuevo, no sin asombro y sorpresa, la imagen de su padre. Y así, noche tras noche, Ismael descendía sigiloso al sótano con el fin de asistir a la aparición de una imagen que no cesaba de repetirse y que tanto le emocionaba.
Aquella noche, cuando Ismael llegó a su casa, Astrid, presa de indignación, le desveló el secreto, diciéndole: – Me estás siendo infiel; he descubierto que todas las noches bajas al sótano y contemplas a esa mujer que aparece en el objeto que guardas envuelto con tanto cuidado. A lo que Ismael contestó: – Estás en un error, Astrid, no se trata de ninguna mujer… Ese objeto es un espejo que, según se afirma en tierras lejanas, refleja a cada cual, pero en este caso sorprendentemente lo que se contempla cuando me miro en él es la imagen de mi padre… – Ni hablar- le interrumpió ella, presa de agitación y cólera-. Me estás mintiendo. Yo he visto con mis propios ojos la imagen clara de otra mujer, que por la forma de mirar y moverse tenía todas las trazas de ser tu amante. – Bajemos y comprobarás que no es cierto lo que dices –repuso él-. Es mi padre el que aparece en el objeto; ninguna mujer he visto jamás en el mismo.
Cuentos para Aprender a Aprender
José María Doria
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